Antoñito el Farero: El último farero de Lobos

El trabajo de torrero o farero siempre fue una labor apta solo para valientes. Vivir en los aislados parajes donde se ubicaron los faros en Fuerteventura era toda una aventura. Máxime si tenemos en cuenta que no contaban con asistencia médica cercana, y que el pueblo más próximo se encontraba a varias horas de camino.

Pero los torreros lo vivían de manera natural: era su trabajo. Se adaptaban a vivir en soledad, rodeados de paisajes de gran belleza, y en estrecho contacto con el entorno natural. Aceptaban lo bueno y lo malo de su ocupación. En este sentido queremos destacar la encomiable labor que Antonio Hernández Páez, más conocido como Antoñito el Farero, realizó en el faro de Martiño.

Antonio Hernández Páez

Antonio Hernández Páez nació en La Graciosa. Sus abuelos fueron de las primeras personas en establecerse de manera permanente en la octava isla, allá por el último tercio del siglo XIX. Los Hernández, los Páiz y una docena más de familias llegaron a La Graciosa atraídos por la instalación de industrias de salazón de pescado. Sin embargo, tras el cierre de la factoría de salazones, en el año 1884, muchos decidieron quedarse.

Antonio Hernández pasó toda su infancia y juventud en el archipiélago Chinijo. En el islote de Alegranza fue, precisamente, donde descubrió y aprendió la labor que hacían los torreros.

La escasez de personas que conocieran el oficio de farero unido al fallecimiento del torrero suplente del islote de Lobos, Eusebio Doreste Betancort, propició que nombraran a Antonio Hernández Páez como auxiliar de farero en Lobos, en 1936. Y allá que marchó el graciosero con su familia, al solitario islote con su centinela: El faro de Martiño.

 

Antonio Hernández Páez vivió y trabajó, ininterrumpidamente, durante más de 30 años en el islote de Lobos. Cuando se jubiló, en 1968, no podía estar más de un par de días sin pisar su querido terruño en medio de La Bocaina. Él mismo comentó:

“necesito irme a Lobos, aquí hay mucha fatiga y muchos coches”.

Antoñito el Farero amaba su tierra y las costumbres canarias. Era hombre afable, simpático, servicial, valiente y no se amedrentaba ante las adversidades. Eso sí, si alguien osaba atentar contra su islote sacaba su rudo carácter marinero mandando a paseo hasta el más pintado, sentenciando: ”mejor será que lo dejen todo como está”.

En lo alto de una pequeña loma levantó su casa. No era difícil de identificar pues contaba con un gran secadero de jareas.

Los que lo conocieron dicen que relataba muchas anécdotas, y no es para menos. Medio siglo viviendo en apenas 4,5 kilómetros cuadrados dan para mucho. La siguiente historia que narró Ervigio Díaz Bertrana nos encanta. En ella se pone de manifiesto el satírico humor y la sabiduría de Antoñito el Farero

 

Al atardecer regresamos cansados a la isla de los blénidos. Era en pleno estío.

Avanzada la noche me desperté sobresaltado. Oía gritar. Con cierta cautela me asomé a la tienda con la escopeta en la mano.

¡Cuidado con los lobos! ¡Ojo con los lobos! Gritaba y gritaba el farero. Por la Bocaina, pasaba un barco.

¿Pero hombre si aquí no hay lobos? Ya lo sé. Llevo treinta años y no he visto ninguno. ¿Entonces a qué tanto aspaviento?

Mire, ese barco va para otro sitio. Mi obligación es avisar a los navegantes, que tengan cuidado con los lobos. Los de aquí no, porque no existen. ¡Me refiero a los de las Ciudades!

No hice caso y me fui a dormir como un bendito.

Andando el tiempo, me di cuenta, de que Antoñito el farero tenía razón.

 

 

Cuando había cualquier emergencia en Lobos, sus escasos habitantes construían una hoguera para que se supiera, en Corralejo, que allí pasaba algo grave.

A veces el auxilio tardaba bastante en llegar. Una de esas veces fue cuando Juanita, la mujer del farero, se puso de parto. El día en cuestión y a pesar de que el “toque a rebato” en el islote se dio temprano, cuando el doctor, la partera y otras personas del pueblo llegaron a Lobos, la hija del farero (Carmen) ya había nacido.

Algunos médicos, que frecuentaban la isla, instruyeron a Antoñito en lecciones básicas de cirugía. Él mismo curó muchas de las heridas que se producían en el islote.

Antoñito se hizo famoso tanto dentro como fuera de nuestra tierra. Era parada obligada, para todo el que visitaba Fuerteventura, acercarse al islote de Lobos y probar el arroz amarillo aderezado con todo tipo de mariscos y pescados frescos, que elaboraba Antoñito el Farero.

El último farero de Lobos fue invitado a participar en el mítico programa de T.V.E. La Clave, que estaba dirigido por José Luis Balbín. El 3 de junio de 1978 toda España conoció a Antoñito el Farero. Era la emisión nº 55 de La Clave. El tema a tratar esa noche era “Toda la Soledad”.

Esa vez no fue la primera, ni la última, que el auxiliar de farero observaba lo que se cuece tras unas cámaras de televisión. Durante la estancia de Antoñito en el islote de Lobos pudo ver como se rodaron diversos documentales allí, también la película alemana “Paquito, oder die Welt von unten” de 1968.

No solo Antoñito el Farero y toda su familia eran muy queridos, también sus animales. El burro Fermín era la atracción del lugar. Era capaz de abrir, con sus dientes, las botellas de cerveza sin tragarse la tapa.

En 1999 Antoñito el Farero fue distinguido con la medalla de plata de los Premios Importantes del Turismo. Uno de sus nietos lo recogió en su nombre. El evento se celebró en el Salón Maxorata del Hotel Fuerteventura Playa Blanca, de Puerto del Rosario.

Antonio Hernández Páez, Antoñito el Farero, murió en 2001. Un colegio y una calle en Corralejo nos recuerdan cada día su figura.